Cultura

Roberto Fontanarrosa y el recuerdo de una visita a La Plata

Fue uno de los grandes escritores argentinos, pero como era humorista, no se lo tomó en serio. Logró la proeza de armar una obra de gran volumen que mantuvo intacta su calidad.

Roberto Fontanarrosa era un hombre esencialmente curioso. Su curiosidad era una taquicardia, una locura, una laceración. Tenía una imaginación que no se detenía ante nada, y una facilidad congénita para contar con gracia cualquier cosa, una espontaneidad certera para dar con la palabra justa, con la expresión inesperada que encuentra una carcajada allí donde menos se la espera. Su pasión por escribir, así como la que heredó por Rosario Central, no fue una elección: simplemente no había otro destino posible.

Todo empezó en Rosario, la ciudad donde nació, vivió y murió: su lugar en el mundo. Cada persona tiene su destino, más allá de la ética, y ese destino es su carácter. Su infancia la vivió como habitante del mundo de las historietas: “De allí surge ese entusiasmo de copiar los dibujos, apasionarse con las historias y tratar de recrearlas”. Su trabajo profesional comenzó en 1972, en la revista cordobesa Hortensia, donde aparecen por primera vez dos de sus personajes más emblemáticos: Inodoro Pereyra y Boogie, el Aceitoso.

A propósito de este último, el “Negro” Fontanarrosa le contó alguna vez al periodista Ricardo Ragendorfer que ese personaje existía, y que se lo había encontrado en México. Sucedió en noviembre de 1990, Roberto Fontanarrosa estaba en el Distrito Federal, tras presentar en la Feria del Libro de Guadalajara su colección de cuentos El mayor de mis defectos. Aquella mañana dormía en la habitación de un hotel situado frente al Zócalo cuando sonó la campanilla del teléfono, colándose en el sueño, y sin abrir los párpados manoteó el auricular antes de oír la voz del conserje anunciándole que había un señor que lo aguardaba en la confitería del lobby. “¿Un señor? ¿Quién?”, quiso saber el “Negro” aún adormilado. “Pues no me lo dijo, pero se me hace que es un compatriota suyo”, conjeturó el conserje.

Ni bien bajó, supo reconocer entre los presentes al tipo en cuestión y quedó de una sola pieza. Era nada menos que Boogie, el Aceitoso, o mejor dicho, alguien idéntico a él. Un tipo exageradamente macizo, casi sin cuello, con mandíbula de bulldog y dos hendijas por mirada. “Soy rosarino, hincha de Central y usted es mi ídolo”, le dijo el sosías de Boogie a modo de saludo, mientras le extendía un ejemplar de su último libro y una birome. Fontanarrosa, que no salía de su asombro, solo atinó a pedirle su nombre para encabezar su dedicatoria. “Soy Daniel Herrera, pero todos me llaman Boogie”, le contestó. Al salir del hotel, Boogie caminó tres cuadras por la calle 5 de Febrero hacia un playón donde estaba su camioneta, y la condujo en dirección a Colonia Roma sin percatarse que un motociclista lo perseguía a corta distancia. Esa travesía, en medio de un tránsito denso, concluyó en otro playón. Desde allí, con el libro autografiado bajo el brazo, se adentró a pie por la calle Tepic. Ahora era monitoreado por dos sujetos, uno de traje y otro con un mameluco de la compañía Telmex. A dos cuadras, un Volkswagen Vento rojo permanecía estacionado desde la tarde anterior. Era un vehículo policial no identificable. Sus ocupantes persistían en escrutar el edificio situado a 70 metros y allí fue donde Boogie se metió. Minutos después irrumpió una caravana compuesta por otro Vento y un Gol junto con tres patrulleros. Algunos uniformados tomaron posición en la vereda, el resto quedó en los vehículos. Pertenecían a la Policía Judicial. Lo cierto era que el Boogie Herrera, de 29 años, era un viejo pájaro de cuenta, y había llegado a México desde su Rosario natal por razones de fuerza mayor.

Cuando se lo invitó al “Negro” Fontanarrosa a participar del ciclo de charlas del club Estudiantes de La Plata, dijo que viajaría con mucho gusto si al día siguiente Rosario jugaba con alguno de los equipos de La Plata. “No llego a escribir de fútbol por ser un escritor al que le gusta eso, sino porque soy un futbolero nato. Mientras los intelectuales leían a Tolstoi, yo leía El Gráfico”, solía remarcar en algunas entrevistas.

Finalmente, viajó a nuestra ciudad para una charla en la que dijo que hubiera dado cualquier cosa por haber sido siquiera aguatero del Estudiantes campeón del mundo, al que dedicó un capítulo en su libro No te vayas, campeón.

Una vez le preguntaron cómo se imaginaba la vida después de la muerte, y él ­respondió: “No me la imagino. Simplemente la deseo”.