CRECE LA EVIDENCIA CIENTÍFICA

Comer en familia, una estrategia clave para la salud emocional y nutricional de la población infantil

Compartir en familia el momento de almorzar o cenar reporta invaluables beneficios tanto en la salud emocional como en los hábitos nutricionales de la población infantil.

El período de la infancia y la adolescencia es crucial para el crecimiento y desarrollo del individuo. El sentido común nos indica que una dieta equilibrada y nutritiva es esencial para asegurar el suministro de nutrientes esenciales, como vitaminas, minerales, proteínas y grasas saludables, fundamentales para el desarrollo cognitivo, del sistema inmunológico y el crecimiento físico. ¿Por qué motivo, la mayoría de los adultos responsables de los pequeños no lo toman en cuenta?

El acto de compartir una comida en familia solía ser una tradición arraigada en muchas culturas alrededor del mundo. Sin embargo, en la actualidad, esta costumbre está en declive, y su ausencia puede tener consecuencias significativas en el bienestar familiar y social.

En este sentido, el médico Sebastián Sticotti, pediatra y neonatólogo del Hospital Elizalde de la Ciudad de Buenos Aires, señala que “la alimentación de los chicos en la mesa, en situación de familia es un hecho cultural, sensorial, placentero, que tiene un impacto importante sobre la regulación emocional y sobre la autoconfianza. Los vínculos sociales familiares son un factor de protección inmunitario para la salud cardiovascular”.

Comer en familia no sólo se trata de ingerir alimentos juntos, sino también de compartir tiempo, conversaciones y experiencias. Es un momento para conectarse, fortalecer vínculos y fomentar valores. Entre los factores que contribuyen a la pérdida de esta costumbre están los estilos de vida agitados, compromisos laborales o escolares, que reducen el tiempo disponible para compartir una comida en familia.

Los dispositivos electrónicos distraen a los miembros de la familia, disminuyendo la calidad de la interacción. El uso de dispositivos electrónicos durante las comidas está relacionado con una menor comunicación familiar.

En ese sentido, la licenciada en Psicología María Laura Musumeci señala que “hay que mencionar la importancia no sólo a nivel de la conformación de hábitos, sino el sostenimiento de costumbres e intercambio. Pero además, el valor simbólico que tiene el alimento, ya que es lo primero en el recorrido de la vida, que viene del “otro” (la madre u otro familiar) lo que reviste a la comida de una gran implicancia simbólica”.

Además, los cambios en la estructura afectan la comunicación y los lazos emocionales entre los miembros de la familia.

El doctor Sticotti recuerda que “la alimentación es la fuente de nuestra energía, de todos los nutrientes y micronutrientes que necesita el niño para desarrollarse. La alimentación variada y sana se consolida con esa interacción social de la alimentación como hecho familiar. Es muy importante que los chicos sean incorporados a la mesa desde muy temprana edad, que inspira la idea de cuidado y protección”.

La falta de comidas familiares puede fomentar elecciones menos saludables y una menor valoración de la importancia de la nutrición balanceada. Compartir comidas en familia está asociado con un mejor bienestar emocional en niños y adolescentes, proporcionando un sentido de pertenencia y apoyo.

Musumeci, que es además psicóloga especialista en Clínica con Niños y Adolescentes, describe que “si no se instala ese hábito, si no se produce ese momento de intercambio de la mesa familiar, más allá de que la constitución subjetiva está compuesta e impactada por múltiples factores, podemos sugerir que podría favorecer en la vida de ese niño, mayor estrés, ansiedad y hasta una disminución en sus habilidades sociales”.

Más allá de lo inmaterial, ¿qué pasa con la nutrición?

Problemas de concentración y atención, trastornos del aprendizaje, trastornos del sueño, dolores de cabeza recurrentes pueden ser algunos de los indicadores de déficits nutricionales.

La falta de comidas en familia ha sido asociada con elecciones alimenticias menos saludables y un mayor riesgo de obesidad y trastornos alimenticios en niños y adolescentes.

Al respecto Sticotti señala que las deficiencias nutricionales más comunes “tienen que ver con la calidad de la comida, el déficit de vitaminas y minerales, de oligoelementos: micronutrientes fundamentales en los alimentos naturales, frutas, verduras, carnes, y toda la familia de legumbres que aportan muchas de estas vitaminas y minerales”.

Y continúa: “Esos déficits a veces se hacen evidentes en manifestaciones clínicas como problemas en la piel, caída de cabello, debilidad, cefaleas, trastornos del sueño, y hasta la prevalencia de determinadas infecciones. Hallamos con frecuencia déficit del complejo B, en niños de familias en las que no se comen jamás legumbres”.

La anemia por deficiencia de hierro es una de las deficiencias más comunes en los niños. La falta de hierro puede afectar negativamente el desarrollo cognitivo y físico, así como la capacidad de aprendizaje.

La insuficiencia de vitamina D puede influir en la salud ósea y el sistema inmunológico, y se ha relacionado con un mayor riesgo de enfermedades como el raquitismo, en tanto que la carencia de yodo puede tener impactos graves en el desarrollo cognitivo y físico, como el deterioro de la función tiroidea y el retraso mental.

En este contexto, las y los especialistas señalaron que establecer rutinas, designando días o momentos específicos para compartir comidas en familia, limitar el uso de dispositivos electrónicos durante las comidas y fomentar conversaciones, anécdotas, valorando el tiempo compartido durante las comidas pueden ser algunas estrategias hasta que se convierta en un hábito saludable y esperado.

“Recuperar esta tradición puede requerir esfuerzos conscientes por parte de todos los miembros de la familia, pero los beneficios en términos de conexión emocional y bienestar general son invaluables”, sostuvieron.