el corazón del genio
Los amores de Stephen Hawking
Hoy se cumplen 5 años de la muerte del científico. Una mente brillante de las más destacada de la segunda parte del siglo XX y principios del XXI. Su primer matrimonio con el que tuvo tres hijos y la relación tóxica con su segunda mujer que lo maltrató
Sobre el final de su vida, condenada por la esclerosis lateral amiotrófica, ELA, dejó su certeza sobre la existencia de Dios y un consejo a nivel del suelo para quienes quisieran oírlo. “No hay Dios –dijo- Nadie dirige el Universo. Durante siglos, se creía que las personas discapacitadas como yo vivían bajo una maldición infligida por Dios. Prefiero pensar que todo se puede explicar de otra manera, por las leyes de la naturaleza”.
Y, el consejo pedestre: “Recuerda mirar las estrellas y no a tus pies”.
Las preguntas de una mente brillante
Fue una mente brillante, tal vez la más destacada y luminosa de la última mitad del siglo XX y de principios del XXI, atenazada por el mal que le diagnosticaron a los veintiún años, en el esplendor físico y mental de su juventud a la que le auguraron un final inminente. Stephen Hawking resistió hasta que el mal lo mató, a los setenta y seis, el 14 de marzo de 2018, hace apenas cinco años. El Universo lo extraña. Porque metió en él su dedo curioso, ávido, teórico e incansable. ¿Cómo empezó el Universo? ¿Qué forma tiene? ¿Se expande, constante e incontrolable? Y si se expande, ¿qué es lo que hace que se expanda? ¿Y cómo va a terminar el Universo?
Su aporte como gran físico teórico y cosmólogo para develar los secretos del espacio-tiempo, para unificar las teorías de la relatividad general y la de la física cuántica, su predicción acertada sobre los agujeros negros que emiten una radiación que se conoce hoy como Radiación de Hawking, sus debates teóricos con, y a menudo contra, parte de la comunidad científica internacional y, en especial, su libro más apasionante y revelador, “Breve historia del tiempo”, puso en las manos del lector común cuáles eran sus teorías sobre el origen del Universo y su extraño e impredecible comportamiento y explicó, en un lenguaje comprensible y ameno, como es que marchan los átomos, los de nuestro cuerpo y los de las grandes galaxias, y cómo eran los laberintos por los que navegaba su mente irrepetible.
De haber creído en Dios, Hawking podría haber compartido con Jorge Luis Borges aquella sorprendida “declaración de la maestría / de Dios que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche”. Si Borges, el lector, era ciego, Hawking el de la mente fantástica estaba encerrado en un cuerpo desastrado que se deformaba día a día, que la quitaba el movimiento primero, el habla después, hasta dejarlo en posición de guiñapo en una silla de ruedas. Tal vez Hawking, al igual que Borges, haya pensado alguna vez que “Algo, que ciertamente no se nombra / con la palabra azar, rige estas cosas”. La fe de Hawking era la física, y su hogar de vida era la ciencia: al final de su vida, sólo podía escribir sus pensamientos, que jamás se detuvieron. Con un sistema computado que podía traducirlos sólo con que Hawking moviera un músculo de sus ojos.
Escribió así sus memorias “Hacia el infinito”, que dio origen a una película, “La teoría del todo”, en las que se permitió trazar con carbonilla algunas revelaciones impensadas, o poco pensadas, sobre su vida casi secreta con las mujeres y sus relaciones sexuales. Su primera esposa, por ejemplo, lo veía “con las necesidades de un niño en un cuerpo que era el de un sobreviviente del Holocausto”. Su madre, Isobel Walker Hawking, reveló alguna vez que su muchacho siempre fue “un jovencito muy normal: le gustaban las fiestas, las chicas bellas y sólo las bellas”. Isobel fue la primera que se dio cuenta que Stephen apuntaba a las estrellas. El chico, que había nacido el 8 de enero de 1942, en plena Segunda Guerra y cuando caían bombas nazis sobre Gran Bretaña, era un poco vago, tenía un mandato paterno a cumplir, ser médico, pero él quería ser matemático. De haber sido por sus padres, habría ido a parar a Oxford porque allí se habían graduado ellos. Pero Stephen eligió Cambridge. Tal como debe ser.
El amor de Hawking
A los diecinueve años Hawking Sintió los primeros latigazos de su mal. No supo lo que era hasta dos años después, cuando ya estaba en pareja con Jane Wilder, una chica a la que había invitado en su cumpleaños número veintiuno, el 8 de enero de 1963. Se casaron en 1965 y las fotos muestran a dos jovencitos que parecen tener todo el futuro por delante; él tiene un aspecto de sabelotodo, con anteojos de gruesos cristales, delgadísimo, casi agobiado. No tenían todo el futuro por delante: a Stephen le habían dado tres años de vida. Con suerte. Tuvieron tres hijos: Robert, Lucy y Tim; cuando el ELA empezó a ensañarse con aquel cuerpo frágil y tenue, un papelito en el Universo, Stephen era ya un astro físico brillante y Jane se convirtió en su enfermera, además de esposa: lo alimentaba, lo bañaba, lo vestía, lo acompañaba a sus cada vez más frecuentes visitas al hospital, le salvó la vida en un par de ocasiones en las que su cuerpo pareció rendirse ante el mal. Y un buen día Jane se hartó y se divorciaron.
Todo esto, aires y desaires, fue contado por Leonid Mlodinow. Un amigo de Hawking y coautor del libro “El gran diseño”, escribió otro libro acaso menos dedicado a la ciencia al que, con cierta piedad, tituló: “A memoir of friendship and Physics”, “Una memoria de amistad y física”
En ese libro revela muchos hechos de la vida y algunos rasgos del carácter de Hawking hasta hoy ignorados, o sólo sospechados. No aceptaba ni su mal, ni sus consecuencias, con el resignado fatalismo que podría haber indicado su mente privilegiada. Tonterías: era un tipo terco, irascible, en ocasiones obstinado e irritable. Recuerda Mlodinow un paseo en barco que Hawking se empeñó en dar a cualquier precio, “a pesar de que su cabeza se bamboleaba libremente, como un péndulo”. El gran temor de Mlodinow era que Hawking cayera al mar en medio de aquellos vaivenes: hubiera sido una muerte segura.
En esa especie de memoria ecuestre, aunque un poco chismosa, Mlodinow hunde su pluma en la vida sexual de Hawking y de Jane. “La enfermedad de Hawking hacía que siempre hubiese sido una pareja sexual totalmente pasiva, además de frágil. Con el tiempo, esa fragilidad llevó a Jane a pensar que la actividad sexual con su marido podía llegar a matarlo. Hacer el amor con él empezó a ser una experiencia aterradora y vacía. Sólo el pensar en acostarse con él le parecía antinatural y su deseo por él, se evaporó. Tenía las necesidades de un niño y el cuerpo de una víctima del holocausto”, escribió Mlodinow que dijo Jane. “En todo ese proceso, ella fue perdiendo su propia identidad y, con ella, su autoestima. Se preguntaba a sí misma quién era ella”.
A catorce años de casados, el matrimonio de Hawking cayó, como en un agujero negro, y se derrumbó con pena y sin gloria. Jane encontró consuelo en un organista de iglesia, Jonathan Jones, y Stephen esgrimió una especie de omnicomprensión universal y fatalista que tradujo así en sus memorias: “Nuestro tercer hijo, Tim, nació en 1979. Después, Jane se deprimió más todavía. Temía que yo muriese en breve y quería que alguien los mantuviera a ella y a los niños y, además, se casara con ella cuando yo ya no estuviese. Encontró a Jonathan Jones, músico y organista de la iglesia local, y le dio una habitación en nuestro departamento. Debí oponerme, pero yo también creí que me moriría pronto y sentí la necesidad de que alguien se ocupara de los chicos cuando yo faltase”.
Todo tornó entonces a ser muy extraño. A finales de los años 80, el mal atacó otra vez a Hawking: dañó sus cuerdas vocales, tuvieron que hacerle una traqueotomía, perdió la voz para siempre y a su lado estuvo Jane, para cuidarse y para negarse a desconectar el respirador que lo mantuvo atado a este lado de la vida. Años después, ella admitió que había estado a punto de suicidarse. El otrora hogar de los Hawking se convirtió en la casa de dos parejas: Jane y el organista Jones por un lado y Stephen y su nueva enfermera, Elaine Mason. Era un cuarteto raro, excéntrico, que caminaba por el delgado filo de navaja que lo separaba del ridículo y del grotesco. Parecía una gran familia, pero allí hubo relaciones cruzadas, infidelidades mutuas y otros aderezos poco comunes en la cocina del amor. Stephen y Jane separaron sus vidas en 1990 y se divorciaron cinco años después, según la fiel narrativa de Mlodinow en su libro.
Para entonces, Elaine ya era algo más que la enfermera de Hawking a la que llamaban “El monstruo” y, también, “La Pesadilla”. En 1990, ni bien separado de Jane, Stephen se mudó con su enfermera: se casó con ella en 1995, nueve meses antes del casamiento de Jane con el organista Jones. Según Stephen, el matrimonio de su ex mujer fue “tempestuoso y apasionado”; según la ex mujer de Stephen, Elaine fue “una manipuladora que “lo rodeó de silencio”. Digamos, para ser piadosos, que en ese momento, todos miraban más sus pies que a las estrellas.
Humillaciones y golpes
Elaine Mason no sólo rodeó a Hawking de silencio: lo maltrató, lo humilló y llegó a golpearlo a lo largo de más de una década. Mlodinow sostiene que el vínculo entre ambos estaba atado a la definición de la mamá de Stephen, que decía que a su muchacho le gustaban las mujeres bellas, sólo las bellas.
Terminaron divorciados. Pero poco antes, Mlodinow fue testigo de un episodio oscuro entre Stephen y Elaine. Invitado por el físico a cenar, Mlodinow llegó a casa de Hawking para ser testigo de un ataque de furia de Elaine, un escándalo de trinchera, con gritos que se oyeron en todo el barrio y reproches infantiles: “¿Quién es él? ¿Por qué lo trajiste a cenar? Deberías haberme avisado. Pero no, nunca lo hacés. Porque sos Stephen Hawking y no necesitás avisar. Bueno: ¡no hay comida suficiente para todos!”. Después de la batahola de conventillo, la mujer se sinceró ante Mlodinow: “He sido su esclava durante los últimos veinte años. Ya está, ya no puedo más”. Se divorciaron meses después.
Los hijos del físico llegaron a acusar a Elaine Mason de maltrato físico hacia su padre. Mlodinow narra que una vez lo vieron con un ojo morado y el labio roto, aunque la policía nunca encontró pruebas de agresiones, en especial porque Hawking no quiso colaborar y se negó a declarar ante esa denuncia y otras similares. Elaine reprochaba a Stephen un deseo permanente de llamar la atención que la anulaba, decía, como persona y había desatado en ella un gran resentimiento.
Capítulo aparte para Mlodinow porque, primero, es un chismoso extraordinario, un poco zafio, es cierto, pero revelador y sincero: así se hace parte de la historia. Homero también era un gran chismoso y escribió “La Ilíada”. Y “La Odisea”. Y así es como sabemos cómo fue aquello de Troya, el talón de Aquiles, el valor de Héctor y cómo fue el viaje de Ulises de regreso a Itaca, con cíclopes furiosos, sirenas cantarinas y la mar en barco.
Luego de la muerte de Hawking, Elaine vistió con el manto siempre estrecho de la piedad aquellos encontronazos belicosos y aquellos sentimientos un tanto miserables y rastreros: “Stephen era como un actor -dijo- Necesitaba ser el centro de atracción, el centro del universo, Le encantaba porque era lo que le daba energía: le encantaba la gente. Tuvo una vida muy dura, pero fue un hombre muy valiente. Nunca se quejó. Seguramente yo estaba resentida con él por esa necesidad de atención, pero siempre fue algo temporal, después todo eso pasaba. En el fondo, él era mi único amor”.
Eso se llama piedad a la carta y a conveniencia.
Hawking vivió sus últimos años al cuidado de otra enfermera, Judith Croadsell, ya escaldado ante cualquier otra aventura médica amorosa. A excepción de ese ajetreo de vida conyugal, de peleas domésticas y de amores desangelados, Hawking nunca dejo de mirar las estrellas. Su pasión por la física teórica y por meterse en las entrañas del Universo hizo que el momento estelar que vivió la ciencia en esos años fuese aún más luminoso.
Hawking no llegó a terminar su último libro “Unlocking the Universe – Los secretos del Universo”, que sí completó su hija Lucy junto con colegas y el vasto archivo personal de su padre. Es en esas páginas donde Hawking deja sentada su idea de que no hay Dios que maneje hilo alguno. Y desliza: “Hay formas de vida inteligente allá afuera. Necesitamos tener cuidado al responder, hasta que nos hayamos desarrollado un poco más”. Sugiere dos probabilidades inquietantes: “El viaje al pasado no se puede descartar, de acuerdo con nuestro entendimiento actual”. Y, el segundo. “Dentro de los próximos cien años, podremos viajar a cualquier parte del sistema solar.” También tuvo tiempo, y espacio, para oponerse a que Gran Bretaña instrumentara el Brexit, la salida de la Comunidad Europea, para definir al entonces presidente de Estados Unidos Donald Trump como “un demagogo”, para advertir que las nuevas relaciones de fuerza que establecían la inmigración y la merma educativa desataban “una revolución mundial contra los expertos, incluidos los científicos”, y alertó sobre el individualismo y “la pérdida de capacidad de mirar hacia el exterior: cada vez más miramos hacia dentro de nosotros mismos”.
El que se rindió hace cinco años fue su cuerpo, gastado, golpeado, en jirones, retorcido en una dura escultura casi ya sin relieves, su rostro deformado en una mueca impiadosa y dolida. Su mente no. Nunca. Siempre miró hacia las estrellas.
Sus restos descansan junto a los de Isaac Newton y a los de Charles Darwin.