Historia de un asesino
Un tres de diciembre pero de 1912, el Petiso Orejudo cometía su último crimen
Luego, sería detenido por la policía. Tenía entonces 16 años y arrastraba una tenebrosa carrera delictiva que empezó a los siete años. Su frialdad, su crueldad y las ganas de matar. Esta es su historia.
Su nombre era Cayetano Santos Godino, nació el 31 de octubre de 1896 y desde niño, fue inmanejable para sus padres calabreses, que habían llegado al país en 1888 del pueblo de San Demetrio Corone. Además de no poder controlarlo, su padre alcohólico y golpeador, lo que no ayudaba mucho en la crianza. Tenía un hermano, Antonio, que era epiléptico.
Antes cazaba pájaros y les pinchaba los ojos. Dijo sentir placer de hacer sufrir y ver morir a sus víctimas, a las que elegía. Eran criaturas entre 4 y 6 años cuya inocencia los hacía sucumbir ante la promesa de caramelos y de inocentes juegos.
Su raid delictivo comenzó a la temprana edad de siete años, y su primera víctima tuvo suerte. A Miguel Depaola, un niño de dos años, lo llevó a un baldío donde lo arrojó violentamente contra unas espinas luego de golpearlo. Un policía llevó a ambos a la comisaría. También se salvó Ana Neri, de un año y medio, que en un baldío le golpeó la cabeza con una piedra. Nuevamente, un policía apareció en el momento oportuno. Eran esos policías que antes se paraban en las esquinas, además de la suerte de las criaturas.
Cayetano, piel de judas le decían, tenía ocho años y era muy especial. Tanto, que su padre lo entregó a la policía, donde estuvo dos meses encerrado. Nunca le perdonó a su progenitor lo que él consideró como una traición.
Luego del encierro, vinieron cosas oscuras: cuando una criatura se entretenía junto al portón de lo que hoy es el Hospital Ramos Mejía, el Petiso Orejudo lo tiró a un abrevadero para ahogarlo. Mientras el niño luchaba por sacar la cabeza de abajo el agua, Godino se la estaba empujando con la ayuda de un palo. Dijo que lo divertía ver cómo se desesperaba mientras explotaban burbujas de aire que salían de su boca y nariz. De repente apareció la mama del chico, y Cayetano gritó “agarrate, nene, que te voy a salvar”, fingiendo otra situación. La mujer, muy agradecida, le dio veinte centavos al monstruo que robaba niños y que los mataba con saña.
Por Almagro y Parque Patricios se lo conocía como “el oreja” o el “petiso orejudo”, era un flacucho que desde muy chico no podía contener las ganas de matar y por su contextura física, parecía mucho más chico de lo que en verdad era.
El siguiente crimen lo admitió años después: Intentó estrangular a María Rosa Face, de tres años, pero no puedo. La enterró viva. Como paso el tiempo, en el lugar que indicó habían construido una casa. Nunca hallaron sus restos.
En el año 1908 lo agarraron cuando estaba ahogando a Severino Caló de dos años en un bebedero de caballos. Ahí mismo, juró que una mujer vestida negro lo había hecho. Una semana después a Julio Botte, que aún no había cumplido dos años, le quemó los párpados con un cigarrillo.
Al no saber realmente qué hacer con él, el 6 de diciembre de ese mismo año lo internan en una colonia de marcos Paz, donde permaneció encerrado 3 años. Eso le sirvió para aprender a escribir y leer, pero también tuvo tiempo para intentar escaparse.
Al salir, se había convertido en alcohólico.
Disfrutaba de provocar incendios para ver actuar los bomberos y escuchar los gritos de la gente. En 1912, incendió un galpón de la calle Corrientes.
Varios años más tarde, diría: “Muchas mañanas, después de los rezongos de mi padre y de mis hermanos, salía de mi casa con el propósito de buscar trabajo, y como no lo encontraba tenía ganas de matar a alguien. Si encontraba a alguien chico me lo llevaba a alguna parte y lo estrangulaba”. Cada vez que contaba un acto así, su cara no se inmutaba.
Ese mismo mes ahorcó con una soga a Arturo Laurora, de 13 años, y a Reina Bonita Vainicoff, de cinco, la prendió fuego. Murió luego de semanas de agonía.
En noviembre, Roberto Russo tenía dos años y lo acompaño a un almacén. Le dijo que le iba a comprar caramelos. En su lugar, lo llevó a un descampado donde lo ató y fue sorprendido cuando lo ahorcaba. Dijo que lo estaba desatando.
Otras dos nenas que se salvaron fueron Carmen Ghittone, de tres años y Catalina Naulener, de cinco, que fueron auxiliadas por un vecino gracias a sus gritos. Pero Cayetano escapó.
3 DE DICIEMBRE DE 1912
Gesualdo Giordano tenía tres años y lo atrajo con el típico cuento de los caramelos. Lo llevó a a un lugar ya abandonado donde habían funcionado los hornos de ladrillos La Americana. Giordano empezó a llorar porque algo intuyó, a pesar de los caramelos que Godino le daba. Lo tiró al piso y pretendió ahorcarlo con una soga que usaba como cinturón. Pero el nene se resistía y fue atado de pies y manos.
El Petiso Orejudo salió en busca de algo duro para golpearlo y se cruzó con el padre del chico, el sastre del barrio, que lo buscaba. Tan cínico como fue siempre, le aconsejó que fuera a la policía a hacer la denuncia. El asesino encontró un clavo que se lo hundió en la sien con el golpe de una piedra. Tapó el cuerpo con una chapa y se fue.
También tuvo la cara de ir al velatorio. Cuando la policía le preguntó el por qué, respondió que quería corroborar si aún tenía el clavo incrustado en la cabeza. Los policías, que ya andaban tras su rastro, lo detuvieron el 4 de diciembre en su casa de la calle Urquiza 1970.
El Juez José Antonio de Oro dictaminó que el acusado tenía “…estigmas degenerativos bien visibles, que tiene la tendencia a estrangular, martirizando a los menores de ambos sexos, a quienes atrae con engaños…” Luego de revisarlo, un médico diagnosticó “…influencia degenerativa y alcohólica…”
La justica lo declaró penalmente irresponsable, imbécil incurable y lo recluyó en el reformatorio de Mercedes, con la recomendación de tenerlo aislado. Tenía 16 años. Decía que mataba niños porque le gustaba hacerlo, que no tenía remordimientos y que prefería estar en la cárcel y no ese lugar, porque no estaba loco. Allí atacó a otros internos y cuando los cocineros se descuidaban, arrojaba gatos a las ollas donde cocinaban la comida. El 12 de noviembre de 1915 lo enviaron a la penitenciaría de Las Heras y en 1923 decidieron recluirlo en el penal de Ushuaia, un establecimiento que era lo que más se acercaba al infierno. Cuando un condenado ingresaba, perdía el derecho al nombre, y se le adjudicaba un número. El de Cayetano fue el 90.
El 4 de noviembre de 1927 un médico le achicó las orejas, ya que suponían que allí residía su maldad, según la teoría del criminólogo y médico Césare Lombroso, quien asoció la criminalidad a aspectos físicos y biológicos del individuo.
Recibió varias palizas de parte de los presos. La primera fue cuando le quebró el espinazo a dos gatitos, las mascotas de la cárcel.
Si bien en el penal de Ushuaia los internos trabajaban en distintos talleres, no aprendió ningún oficio, ya que por prescripción médica no podía trabajar, salvo en tareas menores como el de corte de astillas.
Los pobladores solían cruzárselo en la calle cuando iba al muelle a llevarles mate a los presos que trabajaban allí.
A los periodistas que viajaron a entrevistarlo les contaba que no sabía leer ni escribir, cosa que no era cierto. “Tengo una enfermedad mental en la cabeza. Me falla la memoria”, explicaba.
Mejoró su conducta, y salvo algunas sanciones menores, tenía un comportamiento aceptable, aunque no perdió la costumbre de atrapar gaviotas y liberarlas luego de pincharles los ojos.
Lo encontraron muerto el 15 de noviembre de 1944. Se cree que fue una paliza luego de arrojar un gato a las llamas de la estufa. En el informe oficial se asentó que fue por una hemorragia interna por un proceso ulceroso gastroduodenal. Fue enterrado, pero su tumba fue profanada y sus huesos desaparecieron. Salvo el cráneo, que cuenta la historia que era usado por el director del penal como pisa papeles. Un macabro final para una historia de muertes y locura.